jueves, 27 de septiembre de 2012

yo en otros tiempos...

escribía cuentos. Y ¿versos? sí, a algunos se les puede llamar así. Los de abajo, aunque no son de los más alegres precisamente, sí son de los mejores. Joer como vuela el tiempo, no tenía yo más de 20 años cuando los escribí.


64
Lluvia negra
corazón de asfalto.
Me sumerjo por escaleras mecánicas
en mares desconocidos de tinieblas.
Paseo a la inversa entre pecios caídos
cuyas sombras
reavivan la memoria.
Vuelo a cuchillo y sólo.
Después del más difícil todavía
nadie hará acrobacias cuando hayamos muerto.




84
Bailan valses
viejos poemas que nos escribimos.



Ya no fluye tu savia entre mis dedos
ni se condensa sobre el papel
gota a gota absorbida
por cada poro
para formar letras
que en corro jugaban a ser versos.


Entre el cielo y el infierno oscilo:
Tu nombre aun reverbera en mi sueños.



Silencio
¿Has escuchado alguna vez el silencio? ¿Sabes a que suena, cómo suena? No, no hablo de ese silencio que todo el mundo en las ciudades clama por recuperar, ese silencio que se puede escuchar y disfrutar en el campo. Ese silencio siempre está acompañado del sonido de algún animal, del viento enredándose y jugando entre los dedos de cada una de las ramas de los árboles del lugar o el canto del agua discurriendo entre piedras. Ese silencio es natural y siempre salpicado en algún momento por algún sonido que rompe la monotonía en el momento adecuado, poniendo los acordes justos en el momento preciso. Hablo de ese otro silencio industrial, el que solo puede escucharse en las urbes, todo cemento y asfalto y hormigón, en una ciudad-dormitorio con escasez de árboles y exceso de edificios que parapetan y arrinconan al viento, hasta detenerle y ahogarle entre sus muros unas veces, y hacerle silbar otras. Hablo de ese silencio que sólo puede escucharse en noches de niebla y frío y obscuridad extrema, cuando nadie se atreve a pisar el duro asfalto y las máquinas se encuentran todas paradas, los coches detenidos y estacionados, y las pocas personas que se encuentran en la calle aceleran el paso, con el ritmo de sus corazones elevado a la enésima potencia, cuando ven o sienten o escuchan algo que no son ellos mismos, incluso cuando descubren que su propia sombra les sigue. Ese silencio que entra por nuestros pabellones auditivos y se cala hasta los huesos, y se clava, y corta la piel, de una forma similar a la que hace el frío polar que se siente por las noches en algunos de nuestros pueblos. Cuando hasta el susurro que produce una colilla arrojada desde un balcón es más penetrante que su brillo en la distancia al caer hasta el suelo. Entonces, sólo entonces ese silencio de ladrillo y hormigón, ese silencio artificial se introduce como un ruido sordo por los oídos e invade tu cuerpo, vena a vena, capilar a capilar, consumiéndote y sacando a la luz todos tus miedos y temores, y recuerdos (ciertos y falsos, sueños), y viejas melodías y canciones y poemas. Es en ese momento cuando todos los sentimientos te invaden simultáneamente y toman al asalto todo tu cuerpo, y aceleran tu ritmo respiratorio y sanguíneo, cuando las ideas se agolpan de tal manera en el cerebro que todo colapsa, cerebro, corazón, pulmones y mente no soportan todo ese ruido que sólo tú provocas, y sobreviene la locura.

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